Al vivir tan aterradora y generalizada amenaza de enfermedad y muerte, ¿habremos entendido lo suficiente que el planeta no nos pertenece en exclusiva y que debemos compartirlo con otras especies que necesitan y merecen sus espacios? ¿Sabremos ya que el dinero no lo compra todo y que nada reemplaza la placidez y el respaldo que da la familia que hemos conformado y cuidado con esmero? ¿Aprenderíamos que la vida es sencilla y simple como la entienden los niños y que somos nosotros, los adultos, quienes la complicamos innecesariamente?
Al crecer, perdemos la risa fácil y el disfrute de lo cotidiano porque los cambiamos por la avaricia y la ambición del tener; abandonamos la espontaneidad, al actuar con intención o con actitud estudiada; olvidamos la transparencia en nuestros actos porque perdimos la confianza en los demás, o porque nuestras intenciones no son presentables. Así como los juguetes de la infancia los hemos ido cambiando por sofisticada tecnología, los juguetes de los adultos cuestan una fortuna y en ese desear, olvidamos que hay quienes necesitan lo que para nosotros no es indispensable. El mundo de hoy es ingrato para muchos, de excesivo sufrimiento para otros y de absoluta abundancia y derroche para unos pocos. Esa desigualdad da origen a muchos de los acontecimientos que vivimos y que nunca terminamos de entender.
Cuando niños, tenemos absoluta confianza en que alguien mágico nos protege, nos cuida, nos ama y nos ayuda a solventar nuestros problemas. Mucho mas tarde sabemos que aquello tenía el nombre de papá y mamá, pero no hacemos la transición de esa confianza a quien más nos ama, nos cuida, nos protege y nos ayuda a solventar nuestros problemas cuando lo pedimos o necesitamos. A quien nos regaló un planeta auto-sostenible, con abundancia de recursos y nos dotó de inteligencia para manejarlos. Pero lo estamos destruyendo, le estamos heredando a nuestros hijos los desechos de lo que nos hemos gastado sin reponer o derrochado sin previsión. Ante una amenaza real, nos acordamos de que “alguien” aún nos ama, nos cuida, nos protege y nos ayuda a resolver nuestros problemas. Entonces, luego de desconocer sus mandatos, de hacer añicos su obra y de olvidarnos de El durante toda la vida, le suplicamos su ayuda y prometemos un cambio ya más difícil de lograr.
Siempre he creído que mientras más pronto entiendas el significado y el aprendizaje que te ofrece aquello que te está amenazando, más pronto se supera. En una psicoterapia, el conocer la génesis y el porqué de las manifestaciones perturbadoras, acerca casi indefectiblemente al procedimiento adecuado y la mejoría o curación de los síntomas. Yo creo que eso se extiende a muchas de las vivencias que consideramos injustas, excesivas, dolorosas y que algunos señalan como castigo de Dios. Por el contrario, creo que son oportunidades de aprendizaje que te serán necesarios en algún momento de tu camino. De allí la importancia de saber por qué y para qué lo estamos viviendo.
En esta pandemia que padece el mundo entero, cada quien se identifica mejor con alguna de las hipótesis sobre su aparición. Yo no quiero entrar en una controversia conceptual al respecto, pero sí quiero resaltar la importancia de entender por qué y para qué la estamos sufriendo, de manera que al superarla seamos mejores seres humanos y logrando que lo sea la mayoría, podamos también hacer del mundo uno mejor, más justo y más amable para todos: para todos los seres vivos y para las futuras generaciones. Solamente de nosotros depende que así sea y que esta experiencia dolorosa nos permita recobrar la sensibilidad y el respeto por lo que nos rodea .