Un día cualquiera, en un lugar cualquiera nació un muchacho
inteligente y curioso a quien no pusieron límites en su niñez y adolescencia.
Su gran imaginación fue enriqueciéndose de experiencias y en lugar de hacerlo a
la luz de las buenas costumbres, se propuso hacer todo lo contrario a lo habitual
y normativo. Ser precursor en la discrepancia y retar lo dispuesto socialmente,
resultó atractivo a otros jóvenes sin mucho control parental y unos pocos años
después había nacido un nuevo modelo de “personalidad”. En un inicio fue
modesto; se trataba del corte de pelo, de un cambio en la forma de vestir, del
uso de un lenguaje más licencioso, del irrespeto a las normas sociales, de
hacer notar la diferencia de la juventud.
Probablemente muy lejos de ese movimiento embrionario, se planeaba
cuidadosamente la conformación de una sociedad nueva bajo el control de un
gobierno mundial con unos propósitos muy definidos. El perfil de la nueva
“personalidad” se ajustaba perfectamente a las premisas del Nuevo Orden Mundial,
como se llamó a la configuración definida por un grupo interdisciplinario y poderoso
que avanzaba en delinear el mundo ideal y las maniobras para llegar a
conformarlo. La desintegración de la familia, el aborto, la exterminación
masiva, el ateísmo y otros medios de degradar y reducir la vida humana en el
planeta fueron considerados de gran valor para lograr los objetivos propuestos.
Bajo ese enfoque, todo aquello que se rebele en contra de las
llamadas buenas costumbres se validaría como “desarrollo de la personalidad” y
la libertad de hacerlo, un derecho del ser humano. Esto vino muy bien a la
izquierda y sus equivalentes: marxismo, ateísmo, revolución, progresismo y
otros disfraces que encubren el mismo monstruo y para los cuales la vida humana
es una ficha con cuyo manejo y control se logra el propósito trazado. A más
caos, más confusión, más descomposición de la célula primaria de la sociedad,
más éxito tendría la estandarización de creencias y comportamientos en la masa
previamente infiltrada y aleccionada para odiar a todo aquello que la supere.
Hoy estamos viviendo el resultado de aquel ejercicio paciente,
cuidadoso que se ha llevado a cabo infiltrando la población más frágil y por
ende más sensible al llamado de la causa “reivindicadora de los derechos del
proletariado”. Hay que odiar al que tiene lo que ellos no lograron; la riqueza
no pertenece a quien la genera sino a quien la necesita y en ese orden, se
puede exigir y despojar a su legítimo productor. En este punto estamos; ¿y
ahora qué sigue? terminar de entregar el poder absoluto a quienes pretenden
reorientar nuestras instituciones? No es tanto lo que falta, si la justicia ya
les pertenece, los medios son sus aliados y el legislativo ha ganado terreno
aglomerando partidos afectos a la izquierda y gobernados por el foro de Sao
Paulo.
Tan sólida será aún la democracia en este país, que no sucumbe con
facilidad a la emboscada de la izquierda. Ahí va la cruzada, midiendo fuerzas y
conquistando afectos y sumisiones. Las condiciones están dadas: la desigualdad,
la corrupción, la falta de oportunidades y el descontento justificado de gran
parte de la población son facilitadores que allanan la conquista del país por cuenta
del socialismo del siglo XXI. Nos queda despertar, mirarnos en el espejo de
otras naciones latinoamericanas una vez poderosas y soberanas que por querer un
cambio positivo para la nación le apostaron al discurso populista que prometía
suplir las necesidades y complacer los anhelos de vida fácil con un proveedor
estatal fecundo y generoso. La ilusión no les duró mucho tiempo y hoy son
comunidades devastadas, en franco retroceso con gobernantes dueños de fortunas
exorbitantes de los recursos que una vez prometieron al país. Está a la vista
de todos el fracaso rotundo de la izquierda en Venezuela, por mencionar al
vecino más cercano. Si eso no es una alerta para que evitemos caer en el redil
del socialismo, no tendremos futuro diferente al diseñado por Fidel Castro Ruz
para toda la América latina.