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miércoles, 8 de noviembre de 2023

Todo se puede romper. Todo. Hasta la vida misma

 Todo se puede romper. Todo. A veces se repara, a veces se bota y se cambia.

Estoy conociendo a una señora cuya vida representa la vida misma. No me la puedo quitar del pensamiento. Tuvo una infancia feliz, una adolescencia llena de sucesos inesperados, dolorosos, perturbadores. La irrevocable devoción de sus padres por su bienestar le permitió rebasar sus duras experiencias, pero no pudo evitar las huellas de dolor que se apoderaron de la parte más sensible de su alma. Y allí están, a veces se esconden detrás de los acontecimientos que la llenan de ternura o de felicidad, pero empieza el anochecer y de nuevo le recuerdan que no se han ido: que allí están. Aparecen listas para recordarle que no vale mucho, que su vida hubiera podido evitarse y nadie la hubiese extrañado. Allí están para hacerla pensar que no valió la pena, no dio la talla, no pudo ser lo que hubiera querido ser.
"Si siempre tuve las mejores intenciones", se disculpa con ella misma.
Sabe que solo quiso hacer que los demás fueran felices, creyendo que esa sería su propia felicidad. En ello se fue su vida, viviendo la de otros, soñando con un día, ese que alguna vez llegaría para ella y podría recoger su propia satisfacción en la que había sembrado en los demás.
Y su vida siguió pasando a su lado. Siguió acompañándola y los acontecimientos superaron sus temores. Aquel día no llegaba, pero no podría tardar mucho más porque estaba segura de merecerlo y porque creía que había aprendido ya todas sus lecciones. ¿O no? dudaba y se preguntaba hasta dónde regresar para tomar las enseñanzas o repetir las experiencias, si la vida le alcanzaba. Esa vida que ya no quería, que el solo pensar en repetirla la afligía tanto; ya no se sentía capaz, ya su espalda cansada no soportaría su peso y fracasaría una vez más. No; definitivamente no podría repetir la historia, pero entonces, se volvía a preguntar: si no repaso la vida de nuevo, ¿cómo corregir lo que me ha quedado mal? acaso las buenas intenciones no son suficientes cuando son sinceras? o es que no existe para el destino la condonación de las culpas?
Cada vez se le hace más difícil continuar porque la vida, esa que camina a su lado, se aleja peligrosamente y ella siente que no le hace falta ya. Qué sentido tiene si la acompaña sólo para indicarle el camino, pero no se lo hace más amable, ni logra encontrarse con el día aquel, con el que soñaba que aparecería como la compensación a sus desvelos.
“No di la talla” se repite incansablemente aún sin necesidad de convencerse porque ya lo está. Siente que no dio la talla y que no tiene la oportunidad de reivindicarse porque vivir de nuevo no es una opción. Cada día sufre más con el sufrimiento ajeno como si el de ella no fuera suficiente para hacerla sentir miserable. Le duele el perrito sin hogar, el niño con hambre, la madre que empieza a vivir y no sabe qué duro es ese camino. Sufre por el futuro de los suyos, se tortura por las penas que tendrían que vivir y ella no estará para apoyarlos. Pero no quiere estar, porque la vida se aleja cada vez más del trayecto que recorrían juntas, ella a su lado y ella, la otra, dejándose llevar.
Esto es la desesperanza, me explico yo misma al recordar el relato de la buena mujer. Es la que padecen los cubanos a quienes arrebataron sus sueños un día, los ucranianos a quienes están despojando de sus raíces, los israelíes, los palestinos, los que nos equivocamos un día, o muchos días; es la que sufren los niños sin padres, los padres sin hijos, el condenado sin culpas y la gente sin Dios.
Todo se puede romper, todo. Hasta la vida misma, sin poderla reparar.
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