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sábado, 4 de agosto de 2007

QUIERO CONTARME A MI MISMA

Quiero contármelo a mi misma; quiero oír como suena la experiencia inigualable de amar, generación de por medio, al hijo de tus entrañas.

No comienza esta relación en el momento de concebirla, como sucede con la maternidad. Cuando sabes que vas a ser abuela, te sientes orgullosa de haber aportado a la vida una segunda generación. Es un raro sentimiento de perpetuidad que se vive con admiración, con curiosidad, con ternura, con expectativa y con las preocupaciones que tu paso por la vida y la experiencia te han permitido acumular acerca del nacimiento de un bebé.

Luego, el tiempo transcurre lentamente, como todo tiempo que conduce a lo que se desea. Y también como todo tiempo, llega a su final el día en que descubres que te has convertido en abuela de un pequeñín desconocido. Es un bultito nada más; es una personita anónima y diminuta que llega a ocupar un lugar enorme que le tenías reservado desde siempre.

Desde ese momento te duele el sufrimiento de un parto ajeno y te sientes madre del hijo de otra madre. Desde ese segundo sublime, tu corazón se abre en dos para centrar un cariño nuevo que por lo inmenso, no volverá a permitir tu indiferencia.

A partir de ese instante entras a formar parte de esa vida a través de unas pupilas que te miran sin verte y que no se proponen conquistarte. De unas pupilas con una curiosidad inmensa y una indiferencia eterna y prodigiosa que te atan a su destino para siempre.

Cada mirada vacía de los primeros días, cada contacto errático y exploratorio de esas manitas curiosas, cada sonrisa primero refleja y luego conciente, cada sílaba que busca un significado, cada gesto que conforma su lenguaje, cada rasgo que aunque cambiante reconoces, cada palabra impulsiva que pronuncia, te transportan en éxtasis inmenso por todo tu pasado hasta encontrar su origen, hasta descifrar su fuente o hasta comprobar, maravillada, que la vida es la vivencia repetida del amor infinito que se hace presencia y realidad a nuestro limitado alcance.

A medida que va creciendo, el contacto y la palabra responden al sentimiento. Te ama y se permite sentirlo y expresarlo en una hermosa demostración de inocente sabiduría. Ya estás presa para siempre y vives ese cautiverio con una sensación de libertad tan atrayente que no recuerdas algún afecto anterior tan sencillo, tan perfecto y tan liberador. Es como si vivieras una vacación eterna; no tienes que pensar en el colegio, ni en el doctor, ni en la reposición de su vestuario. Pero lo piensas, solo que en la más absoluta y completa libertad. No importa si se unta con la comida, si luego se puede limpiar. No importa si se pone los mismos zapatos todos los días, o la camisa preferida ya no está tan presentable, si eso es lo que lo hace feliz. Qué importa si aplaza un poco la hora de las tareas si más tarde las hace con más placer. Ya hemos vivido tanto, que sabemos que esas pequeñeces se diluyen en la realidad del diario vivir y el sentimiento subyacente, el que de verdad importa, prevalece y le revela la certeza de que le amamos por sobre todas las cosas con un amor que le fortalece y que le estructura en la confianza, sus condiciones para crecer y para ser feliz.

Aprendí desde mi vivencia que amarle es un privilegio. Amar con amor de abuela me ha permitido recorrer nuevamente las juguetonas etapas de la niñez lejana y en un deleite insospechado vivir la alegría, la ilusión y la despreocupación de la vida infantil. Armar un rompecabezas, meter un gol o hacer pasar un tren por el túnel se viven como un reto entusiasta, capacidad perdida en la estrechez emocional de la vida adulta. Volver a reír con risa de niño y ser capaz de mirar el mundo con mirada nueva solamente es posible cuando se ha sido abuela.