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domingo, 22 de enero de 2017

Ensayo: Recuento de mi vida

Sent: Sunday, January 22, 2017 4:57 PM
To: SILVIA ARTOLA
Subject: Re: Comienza la historia


Es un maravilloso relato al que le mordiste varios trozos. El libro que te dicen que escribas es impostergable. Eres una gran escritora y haces mal en no aceptarlo así.

Si me autorizas, quisiera publicar este relato en el website de periodismo sin fronteras y así tanteamos opinión.

Es muy buen escrito. Retiro mi idea de ayudarte, en realidad no la necesitas.  Vamos, emprende la aventura, no te vas a arrepentir.


Ahh otra cosa: ser buen escritor es eso: escribir lo que uno quiere escribir, no lo que otros ordenen. Esos son los escribidores.


Abrazos 


Enviado desde mi iPhone


El ene. 22, 2017, a las 4:46 PM, SILVIA ARTOLA <silvia2a@hotmail.com> escribió:


No soy tremenda escritora, soy buena para resumir lo que mi mente expresa. Pero si me pones a escribir sobre algo que no me llega al corazón, soy un desastre. Tu me complementarás.


Retomo desde los antioqueños en Miami (separado con una raya), pero con un par de correcciones en lo de ayer.


Mi historia empieza un 14 de marzo de 1952, fecha que siempre relacionaron con el golpe de estado de Batista y la muerte de mi abuelo paterno. Dos desafortunados sucesos muy recientes al momento de mi nacimiento, que seguramente tenían un poco alterado el ambiente hogareño.

Fui la primera nieta por parte de padre y de madre; suficiente explicación para entender la malacrianza y la complacencia de la que disfruté los primeros años de mi vida. Berta, mi tía solterona, era mi refugio cuando sentía que no eran suficientes los mimos de mis papás y mis abuelos. En su apartamento me cuidaba mi patico y mi pollito que mis padres no me permitían tener en casa.  Mi abuelo materno era un compendio inagotable de sabiduría, historia, anécdotas y enseñanzas. Recuerdo esos ratos compartidos con él como espacios de paz, de curiosidad por saber  y conocer más y más. Mi madrina y prima de mi mamá, era quien aceptaba todas mis propuestas; así fuera ir al zoológico, a la playa o a la casa de mis primas, enseñarme a bordar como ella lo hacía o peinar mi pelo largo sin que me doliera, estaba siempre lista para complacer mis caprichos. Mi abuela estaba al servicio del bienestar y la salud de sus dos nietos. Nos llevaba un par de veces a la semana antes del colegio, a la playa del club a darnos un baño de mar y luego comer croquetas para llegar a clase con salud asegurada, una bolsita de alcanfor cosida en el uniforme para evitar contagios y mil recomendaciones de seguridad.

Tenía una amiga preferida que se llamaba Judy y nunca más volví a saber de ella luego de abandonar el país. No recuerdo su apellido pero compartimos muchos juegos y una que otra pilatuna. Otra compañera de juegos era mi prima María Antonieta, hija única y con vida de princesa a quien me encantaba visitar pero me horrorizaba que siempre querían hacerme la manicure y yo pensaba que me iba a doler demasiado. A María Antonieta la peinaba la servidumbre porque arreglarse sola su hermoso pelo largo, suponía un esfuerzo fuera de sus pretensiones. Muchos años después, nos reunimos en una peluquería de Miami donde ella ayudaba a lavar la cabeza de las clientas; ya no tenía su pelo largo ni hermoso y no sabía manejar bien los cambios que el destino trajo a su vida de princesa. La perdí de vista poco antes de morir en un accidente, sin haber aceptado su realidad y culpando a sus padres de su “desgracia”.  Las dos hijas de mi tía paterna, Mercy, eran también compañeras favoritas de los juegos de mi hermano y yo. Él se burlaba de la poca paciencia de Lourdes, la menor y la ponía a prueba con frecuencia. Eran muy divertidos los encuentros que se repitieron en el exilio durante nuestra época en Miami. Ya para entonces, teníamos que ocuparnos de cuidar a los hermanos menores de ellas, limpiar y recoger el desorden que hacíamos y otros menesteres que en Cuba, no conocíamos.

Mi papá tenía una finca en San Germán, provincia de Oriente, donde pasábamos temporadas. Nos encantaban los animalitos, montar a caballo y el encuentro con la abuela paterna que nos visitaba a menudo por allá. En La Habana, tenía un pequeño supermercado como negocio familiar. Este fue considerado suficiente para asegurarnos la supervivencia cuando Fidel empezó a inmiscuirse en la vida y las finanzas de sus gobernados. La finca la convirtieron en parcelas para los campesinos y 50 años más tarde que la visitamos, hacía parte del paisaje de monte sin trabajar que abundaba en la región y cuya única excepción era la finca de Ángel Castro, el padre de Fidel, muy cercana a la que fue de mi familia.

Un día cualquiera comenzaron las discusiones familiares en torno a la inminente salida del país que planeaba mi papá. A raíz del decomiso de la finca, él tomó la decisión que ya venía alimentando, de abandonar el país cuyo destino intuía comunista y represivo. Había mucho temor de salir de la casa, se oían muchos cuentos de personas apresadas sin haber delinquido, se aconsejaba no hablar con nadie porque comenzaron a proliferar los llamados “chivatos” que eran los encargados de contar al régimen lo que consideraban contrario a sus propósitos. Si alguien se demoraba en llegar a casa, cundía el pánico.... la gente se sentía vigilada en cada esquina. En el colegio nos contaban de un presidente prodigio que iba a hacer maravillas por todos nosotros. Nos decían que si queríamos algo, debíamos pedirlo a Fidel y no a Dios. Un día, mi profesora hablando de ello, empezó a llorar en frente de todos ocasionando un caos en la clase. Nunca la volvimos a ver después de aquel día. Con todos estos argumentos, mi padre defendía su determinación de irse a USA en contra de mis abuelos maternos y demás familiares. Así fue como un día me vi en medio de una multitud, en la embajada americana, para pedir asilo (lo supe muchos años más tarde) y poder viajar y trabajar en ese país.  Ese proceso duró un día y una noche completa durante los cuales solo podíamos cambiar de una silla a las piernas de papá o mamá. Finalmente nos llamaron a una oficina y de ahí nos llevaron para el aeropuerto directamente, sin poder acercarnos a nada ni a nadie. Con las maletas más bien pequeñas que mi madre había preparado para partir. A través de un vidrio, dijimos adiós a los familiares en medio de llanto y dolor.

En Miami tuvimos asilo familiar ya que mi abuela paterna tenía una casa para pasar temporadas y ya ella y su hija soltera, habían decidido no regresar a Cuba y se quedaron allí. Era una casa de tres habitaciones que debimos abandonar uno o dos meses después cuando se anunció la llegada de mi otra tía con su esposo y tres hijos. Ya mi padre tenía modo de vivir precariamente, parqueando carros en un hotel y atendiendo su tienda de suvenires que a mi madre le correspondió, haciendo sus pinitos en lo que fue su primer y único trabajo de su vida. Nos fuimos a vivir a un efficiency cerca del hotel, en Miami Beach y mi hermano y yo sufrimos el tercer cambio de colegio en nuestra escasa existencia. Se llamaba Central Beach School y no sé si existe todavía. Muy temprano cada mañana, salíamos a desayunar a una cafetería cercana, atendida por un cubano que nos suplicaba no pedir huevos fritos porque le costaba mucho trabajo lavar los platos untados con esa grasa. Se llamaba Rolando y lo recuerdo con nitidez y simpatía. De ahí nos dejaban en el colegio y mis padres se dirigían a empezar sus actividades en el hotel. Casi enseguida mi papá se llevó al cubano de la cafetería a parquear carros con él y por él, mientras el utilizaba unas horas en pasear turistas aprovechando que sabía el idioma y conocía bien la ciudad. Así fue como conoció a los antioqueños que nos ofrecieron venir a este país.

 ______

Muy pronto después de un segundo encuentro, mi papá viajó con ellos a Medellín y allí alquilaron una avioneta en la cual lo llevaron a recorrer el país. Todavía hoy cada vez que aterrizo en Bogotá, recuerdo sus palabras al regreso de la aventura colombiana: "No se imaginan la belleza de esa sabana de Bogotá, la capital. Parece una alfombra verde con diferentes texturas, la tienen que ver! " Entusiasmado nos describía lo que había visto y conocido, mucho más parecido a la tierra latina, musical, con vocación campesina que añoraba y la que también deseaba para diseñar su nueva vida. 

Así fue cómo, sin saber qué pasó en medio de su llegada de Colombia y nuestra partida hacia allí, resultamos de nuevo despidiéndonos de la familia con lágrimas, recomendaciones y buenos augurios incluidos. En Medellín nos hospedamos en un hotel: una habitación para mis padres y una para mi hermano y yo. Esa noche es una de las cosas que recuerdo con horror de mi niñez. Al apagar la luz y salir mi mamá de la habitación, yo quería ver algún asomo de claridad por alguna ventana, por algún resquicio. No lo lograba y mi angustia crecía a la par que me daba cuenta que no tenía manera de comunicarme ni sabía exactamente en qué parte del hotel se encontraban ellos. Pensé que me había quedado ciega y lloré en silencio gran parte de la noche, lo cual fue tan visible a la mañana siguiente, que mis papás sintiéndose culpable de mi llanto sin saber realmente qué lo había ocasionado, lloraron también conmigo y con mi hermano que se contagió de la angustia familiar. Nadie me lo ha dicho nunca pero para mí pienso que ese fue el origen de los varios problemas  visuales que he sufriodo desde mi juventud. Así comenzó la segunda parte de nuestro exilio: en un país exótico y lejano, muy distinto a lo que habíamos vivido. Los amigos anfitriones hicieron cuanto estuvo a su alcance para hacer grata nuestra llegada. Nos llevaron a conocer a Medellín y sus alrededores y yo sentía de nuevo mucho miedo de despeñarnos por laderas de las montañas en esas interminables y estrechas carreteras que nos mostraban con orgullo. Creo que fueron las primeras montañas reales que vi en mi vida.... mis viajes se habían limitado a los Estados Unidos y alguna isla del Caribe y me imaginaba que el mundo entero era similar.

Y llegó el momento de viajar mi madre y nosotros a Barrancabermeja, donde viviríamos a pesar de las invitaciones de Merceditas de Pérez Romero para que nos quedáramos en Medellín y mi padre viajara a visitarnos. Mi mamá le respondió que agradecía mucho su sugerencia pero que si ella había viajado para acompañar a su marido hasta Colombia, estaría con él donde tuviera que vivir. Caso contrario se hubiese quedado en Miami, donde teníamos a casi toda la familia asilada ya.  Mi papá se había adelantado para preparar nuestra llegada, así que tomamos un vuelo cualquier día, llenos de expectativas que no correspondieron ni cercanamente, a lo que encontramos al llegar. En el aeropuerto Yariguíes nos esperaba mi papá en un Jeep Willis donde subieron a mi hermano y las maletas, un poco más voluminosas ya que a nuestra salida de Cuba hace unos años. Mi madre y yo tomamos un taxi, que debía seguir al Willis hasta nuestro nuevo hogar. En algún momento mi mamá pregunta: "Chico, cuándo vamos a llegar al pueblo?" y el taxista asombrado y volteándose en redondo para mirarla, le responde: "Señora ya estamos a una cuadra de la dirección que me indicaron, éste es el pueblo". 

La casa que nos esperaba era bastante buena para lo que se ofrecía en la ciudad; mi papá se había encargado de tenernos las comodidades básicas a las que estábamos acostumbrados, como aire acondicionado y agua caliente, comodidades que resultaban extrañas para la mayoría de nuestros vecinos. La decepción de saber que no había televisor fue una de las varias con las cuales tuvimos que batallar en las siguientes horas. Mi hermano y yo compartiríamos un cuarto, por aquello del aire acondicionado y el gasto que suponía para las finanzas paupérrimas que seguramente manejaríamos en el momento. Peleamos fuertemente por elegir la cama y por el orden que íbamos a dar a nuestras pertenencias. Mi hermano se negaba a tener en el cuarto mi muñeca, casi de su tamaño, que me habían llevado mis tíos al aeropuerto como regalo de despedida. La intervención de papá y mamá y la exigencia de que nos diéramos un beso y un abrazo, terminaron de zanjar las diferencias que nos distanciaron.

Estábamos en vacaciones escolares, de manera que mi hermano y yo vivimos los siguientes días buscando qué hacer y qué pensar, extrañando lo que habíamos perdido y peleando con bastante frecuencia con cualquier pretexto que pudiéramos encontrar.  Así como pudimos contar con maravillosos seres humanos que se esforzaban por nuestro bienestar y acoplamiento, también teníamos que soportar agresiones verbales y físicas a la fachada de la casa, con piedras y gritos de: "Comunistas, váyanse, no los queremos aquí". Creo que gran parte del presupuesto de mi padre se iba en la reposición de los vidrios de las ventanas y gran parte de su esfuerzo en mantenernos convencidos de que un extraordinario futuro nos esperaba en este rincón ardiente y primitivo del planeta.

Demasiado pronto empezaron las clases y fui matriculada en La Inmaculada, colegio católico que exigía el largo de la falda 20 centímetros arriba del pie y la ida a misa los domingos en la iglesia de la comunidad.  Odié los recreos tanto como el uniforme porque me hacían rueda alrededor para pedirme que hablara en inglés y en español y se reían de mis palabras y de mi acento.  Poco a poco fueron apareciendo buenas samaritanas que hicieron los días más fáciles y al cabo de los meses ya me sentía a gusto en el plantel. Y me sentía ya feliz, justo cuando mi papá empezó su pelea con las monjas porque cuando yo no asistía a la misa del domingo, el lunes debía estar una hora al sol con los brazos arriba.  Las dos familias que nos trajeron a Colombia, ofrecieron una participación industrial a mi papá, a cambio de su manejo de la finca de palma africana y ganadería que tenían cerca a Barranca, en un caserío a orillas del río Sogamoso, a donde mi  papá iba de lunes a lunes en un tren que salía a las 5 am de la estación en Barranca y llegaba de vuelta a las 7 de la noche.  El incumplimiento de horarios era normal, así que la mayoría de los días no lo veíamos ni al partir ni al llegar. De manera que el le cuestionaba a la madre superiora que le pareciera más importante asistir a la misa dominical con ella, que poder compartir tiempo familiar, ya que los domingos solíamos viajar y pasar el día todos juntos en la finca. Como ninguno de los dos dio su brazo a torcer, tuve que enfrentar el quinto cambio de colegio, o sea mi sexta adaptación a un sistema escolar.

Pasaron los días, los meses y los años no exentos de problemas, sacrificios, nostalgias y enfermedades tropicales, pero también llenos de nuevos afectos, grandes aprendizajes, crecimiento a todos los niveles y poco a poco iba llegando la normalización de la economía familiar, el acomodo a las nuevas costumbres (la primera vez que llevaron a mi mamá a hacer mercado en la plaza, se devolvió para la casa con una piña solamente y llorando porque se sintió incapaz de comprar allí) y el disfrute de lo que se nos ofrecía como la vida que deberíamos llevar en adelante.  

Cinco años después de nuestra llegada, mi padre viajaba con menos frecuencia a la finca que ya estaba organizada;  había comenzado una sociedad que sería muy exitosa en el ramo de obras civiles para carreteras y pozos petroleros;   disfrutábamos de una economía familiar holgada, viajábamos y teníamos mejores condiciones de vida en general; Barranca era mi ciudad sin duda, estaba muy amañada (hasta la palabra era nueva en mi diccionario)  y tenía un lindo grupo de amigas cercanas, pretendientes y bastantes actividades sociales alegres y animadas.  Pero de nuevo hizo presencia en mi vida el fantasma terco del desacomodo.  De muy mala gana tuve que aceptar el traslado a un internado en Medellín, séptimo colegio y de nuevo en idioma inglés, donde no conocía a nadie ni entendía que se pudiera decir algo como  Eh ave maría, come in pueeees!   
Nuevo pénsum, nuevas amigas, nuevos aprendizajes de convivencia en el colegio, el primer sismo de mi vida, lindos acudientes, algo de bullying y el grado por fin! Bachillerato y High School, novio formal y queridas amigas de cuatro años  de coexistencia, a quienes debía abandonar para comenzar la universidad. Universidad que al segundo semestre desdeñé a cambio de una petición de matrimonio que acepté sin vacilar, llenando de tristeza y preocupación a mis papás, quienes menos lo merecían.

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De ahí en adelante no creo que tenga mucho valor una vida normal, con las mismas nostalgias por querer tener vínculos familiares cercanos, por salir adelante un par de jóvenes irresponsables, terminar sus estudios, levantar cuatro hijos que fueron llegando, soportar la muerte prematura de una hija, de la madre y del hermano, el secuestro de mi esposo, la ruina de la familia que había logrado un importante capital y propiedades y finalmente la muerte de mi papá.



Se acaba una novela que muchos consideran que ha sido mi vida; escribir un libro me ha sido propuesto amigable y generosamente por los amigos sin que yo encuentre ni la manera, ni la capacidad ni siquiera el atractivo de tantos sufrimientos, sacrificios y cambios vividos. No niego que me parece atractivo, liberador, catártico. Pero seremos capaces?  

Bueno ahí te dejo gran parte de mi experiencia. Al ir revisando me atropellan más y más recuerdos, más y más anécdotas, creo que sería inagotable la fuente.

Disculpa si te decepciono, si te hago perder el tiempo pero..... recuerda que me lo has pedido tú!

Dios te cuide. Te mando un abrazo.