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El reto de gratitud de 7 días

Este fue un reto de redes sociales, que consistía en dar gracias por tres razones durante 7 días. Dia 1 1. Doy gracias a Dios por mi vi...

martes, 3 de octubre de 2017

UN ETERNO OLOR A PATRIA



Cuarenta y siete años después, los teatros me siguen produciendo desasosiego. Es como si ingresara a un futuro desconocido; como si la obra fuese la reseña de una vida que voy  a tener que vivir sin elegirla y sin poder hacer nada para evitarlo. Es curioso, porque lo que siguió a la experiencia de aquel teatro no me trató mal para nada; pero siempre recuerdo el olor de aquel lugar, repleto de gente, donde la angustia se podía palpar con las manos y semejaba un velo siniestro que, aún frágil y transparente, era capaz de cubrir aquella multitud que esperaba ansiosa oír su nombre pronunciado a través de los altavoces. Como si aquello no significara que ya el exilio pasaba a convertirse de un temeroso sueño, en una terrible realidad.

A los ocho años la presencia de papá y mamá es un seguro contra todo riesgo. Estar con ellos y dejarse guiar por la vida es algo natural, que produce seguridad y que no admite cuestionamientos. Pero aquel recinto aún con papá y mamá presentes, tenía un olor y un sabor a miedo, cuyo recuerdo me acompañaría durante toda la vida.

Cuando finalmente, casi 24 horas después, mi apellido se escuchó por los altavoces de la embajada, salimos apresuradamente a recibir nuestro veredicto: si seríamos aceptados como asilados en los Estados Unidos. Un veredicto que esperábamos positivo y así se dio, luego de que el funcionario interrogara a mi padre, en un pésimo español, sobre sus motivos para querer abandonar el país de mis hogares. Porque ahora que lo menciono, concluyo que tenía yo allí muchos hogares: la casa propia, las de los abuelos, la de la finca, la de mi prima María Antonieta, la de mi madrina, la de mis tías abuelas, el colegio, el club…. Todos ellos eran mis hogares en algún momento de una vida que se deslizaba cómoda y despreocupadamente por todos los rincones de mi bella patria.

No entendí en aquel momento por qué, si el veredicto era el que querían papá y mamá, produjo tal estallido de llanto y por qué nos enlazamos en un abrazo angustioso, como si en lugar de irnos juntos los cuatro nos tuviésemos que separar para siempre.

Lo que siguió a ese momento sucedió muy rápido: nos trasladaron al aeropuerto, donde través de un vidrio vi la expresión desgarrada de mi abuela cuyo corazón, entiendo ahora en mi corazón de abuela, escapaba de Cuba con nosotros mientras su cuerpo permanecía sin opción y sin futuro en el país que nos robaban. Esos ojos azules y enormes de mi abuela con la desesperanza pintada en sus pupilas, fue lo único físico que recordé de ella hasta que la vida nos volvió a presentar, veintisiete años más tarde.

El teatro, la angustia, la multitud, el miedo, los ojos de mi abuela, aquel olor, el avión, el llanto; todo aquello pasó como pasan las cosas penosas en la vida: en segundos que son eternos aunque fugaces. Finalmente pisamos la tierra prometida y la angustia a lo desconocido se transformó en angustia real por la supervivencia, la conservación de la dignidad y el cubrimiento de las necesidades. Angustia que mi hermano y yo por supuesto, vivimos como espectadores. Lo único que podíamos ser, dadas las circunstancias, a nuestros escasos 7 y 8 años de vida.

El futuro no había comenzado todavía; esa tierra sería solamente nuestro hogar de paso, donde aprenderíamos a vivir en el exilio y tomaríamos las primeras enseñanzas de desprendimiento y manejo de los apegos; enseñanzas en idioma extranjero y en apresuradas y a veces duras y amargas lecciones de vida nueva. La niñez comenzaba a ahuyentarse por la realidad del destierro. Mamá ahora lloraba mucho y tenía que trabajar; mi padre se volvía por ratos una persona desconocida y triste; mi hermano y yo compartíamos una sola habitación y todos, un solo baño. Sentíamos a veces que no cabíamos bien en nuestro propio espacio que era un mudo testigo de los esfuerzos que hacíamos por adaptarnos a esta nueva manera de vivir.

El tiempo transcurría, generoso, apresurando la vida hacia el futuro. Tenía la misma prisa de nosotros por saber dónde terminaría nuestra búsqueda y dónde solventaríamos nuestras necesidades. Y como cómplices desconocidos aparecieron los responsables de nuestro nuevo exilio: colombianos y hospitalarios, nos ofrecieron su patria maravillosa para que mi padre hiciera suya esta tierra que un día, muchos años más tarde, le recibiría en lo más hondo de su amoroso seno.

Lo exótico del cambio nos mantuvo entretenidos y nos permitió a mi hermano y a mi sobrevivir no tan ilesos a la curiosidad que despertaba nuestro origen, nuestro acento y nuestra identidad menguada y desconocida. En muchas ocasiones, nocturnas las más, sentía ese olor a miedo que había aprendido un día, en un teatro lleno de una gente que solía ser mucho más semejante a mí.

No sería justo desconocer la riqueza que aportó a nuestras vidas la experiencia de  sobrevivir a varias migraciones. La bondad y generosidad de la gente se pone de manifiesto en una forma que no hubiera podido apreciar en mi propia patria. La diferencia limita pero abre la perspectiva a una forma más universal de amar y comprender. Convivir con el temor y la gratitud te hace vulnerable pero fortalece la voluntad y madura el sentimiento. Así fue transcurriendo nuestra vida en el exilio: cada vez más amable, menos anónima, más familiar. Así me hice parte de este país, conviviendo con mis miedos y la energía de su gente buena. 
 
Pero la memoria es inmortal y traicionera. Cuarenta y siete años después  compruebo, rendida a la evidencia, que no he podido espantar del todo aquel olor que reconozco donde lo veo. Porque es un olor con una identidad tan fuerte que tiene forma y peso, color y aroma. Es un olor que se presenta de pronto; cuando pierdo el rumbo, cuando no está claro mi norte, cuando la noche está oscura, cuando la lluvia no me permite caminar por mi camino. Es un olor que de tanto verlo, extraño cuando se aparta. Porque tiene sabor a Cuba y porque tuve que aprender, a fuerza de vivirlo, a compartir mi soledad con él.

 

Reflexiones Post-Plebiscito

3 de octubre de 2016

Reflexiones de post-plebiscito:
El recibimiento y protocolos rendidos a Raúl Castro en Cartagena me hicieron revivir conocidos sentimientos de no pertenencia que ya estaba cerca de superar. Yo entiendo y acepto la brecha generacional y las innovaciones que ella trae consigo. Soy consciente de los cambios que aporta la evolución natural y me considero bastante liberal en mis apreciaciones. Pero no sé dónde ubicar en mi escala de valores la experiencia de ver a asesinos, narcotraficantes, represores y terroristas recibiendo honores y rodeados de símbolos de paz y de esperanza en mi país. Tanto han cambiado las cosas? qué estamos mostrando a nuestra juventud? No niego que un reconocimiento de la insurgencia de haber equivocado el camino y una muestra de su voluntad para contribuir a la paz de Colombia, les hace merecedores de nuestra benevolencia, perdón y reconciliación. Pero tratarlos como los héroes de la jornada? Además de todos los privilegios concedidos debemos soportar la burla de un perdón "ofrecido" y una firma ilegal en el documento oficial de los acuerdos? Debemos brindar un show internacional de banderas y vestidos blancos mientras reprimen las protestas y espantan periodistas dos cuadras más allá? Mientras el país no sabe aún la suerte de los menores reclutados y los secuestrados aún en su poder? Mientras las cárceles retienen a oficiales colombianos con procesos de dudosa fabricación? Mientras deciden darnos a conocer el contenido del punto 3.3 de la página 69 de los acuerdos ya suscritos? Mientras vemos en el escenario de "la paz" unos actores que representan la zona más siniestra de la política? Mientras nos dejan sometidos a una Jurisdicción Especial para la Paz que no tiene ni Dios ni ley diferente a la de los de ellos mismos? Demasiados vacíos, me dice la razón al unísono con un deseo casi audible de mi corazón que dice que acepte.... que no luche... que ésta batalla se puede perder y por alguna razón inexplicable, la vida repite de nuevo aquello que tal vez no hemos querido aprender o que no hemos podido sanar y superar…. De tanto vivir aprendí por fin que ante lo inevitable no hay nada que hacer. Profunda frase al mejor estilo Maturana que si bien no logra que me entregue antes de la batalla final, sí me permite aceptar y asimilar con más facilidad, el resultado que se obtenga.
Un día dije adiós a mi patria con inmenso dolor; dolor de niña que perdía sus apegos, dolor de miedo por un mañana incierto y dolor de ver dolor en quienes amaba. Aquella lección fue la primera de muchas sobre los vínculos y la confianza y como todo aprendizaje que se vive desde el corazón, se convirtió en una norma de mi vida nueva. Hoy me acojo otra vez a la certeza de estar donde debo y a la esperanza de dirigirme hacia un mundo mejor. Nada me pertenece y a nada pertenezco pero me duele Colombia, hospitalaria y generosa; me duele imaginarla como el país que ya una vez abandoné; me duele su realidad injusta y desigual, su dirigencia corrupta, su talante soñador que nos permite creer en una paz general sin haber resanado las grietas que ha dejado la ambición de nuestros políticos y las necesidades de medio país; me duele tanto por hacer y tan poco que estoy haciendo; pero siento que mi destino sí se llama paz y solamente yo podría diseñarla para mí. Por eso hoy, con esperanza renovada, celebro el triunfo de la democracia en el país. Más que nunca se requiere del aporte que cada uno pueda traer desde su corazón; porque no se trata de buscar la paz sino de edificarla, de cimentar una Colombia con oportunidades para todos y un futuro para cada niño que nace. Una Colombia incluyente, respetuosa y educada. Una Colombia de la que podamos sentirnos orgullosos porque es ejemplo de democracia y de política social. Esa es la Colombia que merecemos los colombianos y ésta la oportunidad de construirla.
Nota: agradezco al presidente Santos la oportunidad de consultar al pueblo en el plebiscito y su reconocimiento del resultado, así como su voluntad de hoy para continuar buscando un mejor acuerdo con la guerrilla. Al presidente Uribe su lucha sin descanso por una causa que interpretó de la mayoría de los colombianos y que hoy se autenticó en la consulta popular. Al Procurador Ordoñez su persistencia en hacer notar las inconveniencias de los acuerdos y los riesgos que tomó en la defensa de sus convicciones. Al secretariado de las Farc su intención de aceptar el resultado del plebiscito y continuar en la búsqueda de la reinserción a la vida democrática. Y a Dios, su guiño al sentir de la mayoría del país.

domingo, 1 de octubre de 2017

"Eso no va a pasar aquí"


 Año 2020
En este mes que inicia hoy se cumplen 57 años de nuestra llegada a Colombia. Era un octubre de 1963 cuando aterrizamos en el aeropuerto de Medellín, dispuestos a iniciar una vida nueva por tercera vez.
El primer día del año 1959, llegó Fidel Castro a la Habana en una caravana de tanques de guerra y desfile de milicianos y simpatizantes de la revolución, que recuerdo haber visto con asombro desde algún balcón cercano a la vía dispuesta para la entrada triunfal del nuevo gobernante. Cómo intuir que estábamos dando la bienvenida al fin de la libertad y la soberanía de nuestra patria hermosa dejándola en manos de un tirano a quien solamente la muerte separaría del cargo que asumió horas después. Había en la muchedumbre alegría por las promesas de paz, prosperidad y justicia social así como grandes esperanzas de una vida mejor que la que dejaba la dictadura anterior. Y comenzó la historia.... una historia que mereció un capítulo aparte en la memoria de un país que había conocido la gloria, el progreso, la admiración y la abundancia.
Mi padre tenía una propiedad heredada en Santiago de Cuba, municipio de San Germán, a escasos kilómetros de la finca de Ángel Castro; tenía ganado y cultivos de caña los cuales supervisaba viajando desde La Habana, donde vivíamos, hacia Oriente como piloto de su propio avión. Nosotros pasábamos temporadas allí, algunas veces acompañados de mi abuela paterna que ya vivía en Miami hacía unos pocos años y disfrutábamos de la tranquilidad y la vida de campo de “La Canoa” como se llamaba la hacienda. En Cuba, canoa en lenguaje popular significaba provisión, de manera que decir que estaba buena la canoa, significaba que había abundancia en dinero o en especies en el hogar. Mientras estaba en La Habana, mi padre manejaba un pequeño supermercado que había comenzado a crecer atractivamente cuando se posesionó en la presidencia el hijo de Ángel Castro, nuestro amable vecino.

La vida normal se retomó el 2 de enero de ese año inolvidable y era habitual ver a Fidel en la calle, en la televisión y asistiendo a ceremonias religiosas como cualquier parroquiano de la ciudad. Iniciamos el año escolar una vez más; yo asistía a un colegio de religiosas, del cual recuerdo poco: el nombre y la monja más brava que conocí durante toda mi vida. Fui una estudiante buena, aplicada y tal como hoy día, de pocas pero invaluables amigas. Mis abuelos y tías maternas vivían para complacernos a mi hermano y a mi; el niño Dios llegaba cargado de regalos a las casas de todos ellos y nos pasábamos el día de Navidad y el de Reyes en una feliz jornada de recolección de sorpresas, abrazos y golosinas.


No duró mucho la aparente tranquilidad que se vivía; desde mis 8 años podía percibir una intranquilidad vespertina que era desconocida en mi familia. Se reunían mucho y estaban pendientes de las noticias en el radio y la televisión; hablaban en voz baja y de pronto se alegraban y se abrazaban entre ellos. Mucho después supe que habían comenzado las persecuciones a quienes hablaban mal del régimen o se atrevían a predecir el comunismo como política de estado, que Fidel negaba en cada oportunidad. El retraso en la llegada a casa de mi tío o de mi padre, provocaba una velada de oración por su seguridad y pronto arribo. Recuerdo especialmente el día en que con inocencia y admiración, llegué del colegio a contar a mis padres que unos señores vestidos de verde habían llegado a nuestra clase y nos pidieron que rezáramos a Dios para que nos trajera golosinas. Con alguna reserva hicimos como nos indicaron, recostando la cabeza sobre los brazos cruzados encima del pupitre, los ojos bien cerrados y oramos en voz alta ilusionadas con el milagro. Como era de esperarse, nada apareció; ante nuestro desconsuelo, nos hicieron repetir la oración pero esta vez pidiendo las golosinas a Fidel. Al abrir los ojos y alzar las cabezas, allí estaban los caramelos regados por el piso de todo el salón. La reacción airada de mi padre fue inesperada y protesté convencida de su actitud injusta ante mi entusiasmo con el nuevo proveedor de milagros.

Casi enseguida comenzaron las advertencias aterradoras: “No hables con nadie”, No comentes cosas que hablen tus padres o familiares”, “No puedes visitar amigas cuyos padres no sean amigos de los tuyos”. Así fue como mi vida se redujo a la casa, el colegio y visitas a las primas, tíos y a los abuelos. No recuerdo lo que les voy a contar, sino a través de muy posteriores relatos de mi abuela paterna, que ya vivía en USA. Mi padre empezó a sospechar que lo que venía para el país era un régimen socialista. Pocos amigos y ningún familiar estaban de acuerdo con ello. De manera que cuando decidió que abandonáramos la isla, a mediados del año 60, la familia de mi madre se ofendió y rechazó con insistencia y dolor su propósito de partir con los únicos nietos y sobrinos que para ese momento éramos el centro de la vida familiar. “No va a pasar nada, Fidel solo quiere reivindicar los derechos del campesino, del pobre y desamparado” le repetían con frecuencia. Algunas voces en el gobierno se alzaban en contra de los propósitos castristas, sin lograr acogida en la gente ilusionada con los vientos nuevos de paz. Nada hizo desistir a mi papá; así que un día cualquiera, portando en dos maletas medianas lo mejor de nuestras pertenencias, nos presentamos a la embajada americana con la intención de lograr asilo y salir de Cuba de inmediato.

He contado en otros escritos lo que sucedió después de esa ruptura. Luego de una noche en la embajada, fuimos conducidos al aeropuerto de Rancho Boyeros y a un avión de PanAmerican Airways que nos alejaría para siempre de nuestra patria, nuestra familia y nuestras costumbres. Mis abuelos quedaron deshechos, mis tíos desconsolados; partieron mis padres con el corazón devastado y los sentimientos frágiles pero con la certeza de haber hecho lo correcto. Mi hermano y yo vivimos el episodio con la emoción de una aventura extraña, pero con inmensa angustia por la tristeza de ese momento trascendental. Hoy, tal como en muchas otras fechas y aniversarios, doy gracias a Dios por la visión de mi padre y admiro su coraje al asumir la compleja decisión de abandonar su patria. Decisión que probó muchas veces ser acertada, oportuna y feliz.