Cuarenta y siete años después, los teatros me
siguen produciendo desasosiego. Es como si ingresara a un futuro desconocido; como
si la obra fuese la reseña de una vida que voy
a tener que vivir sin elegirla y sin poder hacer nada para evitarlo. Es
curioso, porque lo que siguió a la experiencia de aquel teatro no me trató mal
para nada; pero siempre recuerdo el olor de aquel lugar, repleto de gente,
donde la angustia se podía palpar con las manos y semejaba un velo siniestro
que, aún frágil y transparente, era capaz de cubrir aquella multitud que
esperaba ansiosa oír su nombre pronunciado a través de los altavoces. Como si
aquello no significara que ya el exilio pasaba a convertirse de un temeroso
sueño, en una terrible realidad.
A los ocho años la presencia de papá y mamá es un seguro contra todo riesgo. Estar con ellos y dejarse guiar por la vida es algo natural, que produce seguridad y que no admite cuestionamientos. Pero aquel recinto aún con papá y mamá presentes, tenía un olor y un sabor a miedo, cuyo recuerdo me acompañaría durante toda la vida.
Cuando finalmente, casi 24 horas después, mi apellido se escuchó por los altavoces de la embajada, salimos apresuradamente a recibir nuestro veredicto: si seríamos aceptados como asilados en los Estados Unidos. Un veredicto que esperábamos positivo y así se dio, luego de que el funcionario interrogara a mi padre, en un pésimo español, sobre sus motivos para querer abandonar el país de mis hogares. Porque ahora que lo menciono, concluyo que tenía yo allí muchos hogares: la casa propia, las de los abuelos, la de la finca, la de mi prima María Antonieta, la de mi madrina, la de mis tías abuelas, el colegio, el club…. Todos ellos eran mis hogares en algún momento de una vida que se deslizaba cómoda y despreocupadamente por todos los rincones de mi bella patria.
A los ocho años la presencia de papá y mamá es un seguro contra todo riesgo. Estar con ellos y dejarse guiar por la vida es algo natural, que produce seguridad y que no admite cuestionamientos. Pero aquel recinto aún con papá y mamá presentes, tenía un olor y un sabor a miedo, cuyo recuerdo me acompañaría durante toda la vida.
Cuando finalmente, casi 24 horas después, mi apellido se escuchó por los altavoces de la embajada, salimos apresuradamente a recibir nuestro veredicto: si seríamos aceptados como asilados en los Estados Unidos. Un veredicto que esperábamos positivo y así se dio, luego de que el funcionario interrogara a mi padre, en un pésimo español, sobre sus motivos para querer abandonar el país de mis hogares. Porque ahora que lo menciono, concluyo que tenía yo allí muchos hogares: la casa propia, las de los abuelos, la de la finca, la de mi prima María Antonieta, la de mi madrina, la de mis tías abuelas, el colegio, el club…. Todos ellos eran mis hogares en algún momento de una vida que se deslizaba cómoda y despreocupadamente por todos los rincones de mi bella patria.
No entendí en aquel momento por qué, si el veredicto era el que querían papá y mamá, produjo tal estallido de llanto y por qué nos enlazamos en un abrazo angustioso, como si en lugar de irnos juntos los cuatro nos tuviésemos que separar para siempre.
Lo que siguió a ese momento sucedió muy rápido: nos trasladaron al aeropuerto, donde través de un vidrio vi la expresión desgarrada de mi abuela cuyo corazón, entiendo ahora en mi corazón de abuela, escapaba de Cuba con nosotros mientras su cuerpo permanecía sin opción y sin futuro en el país que nos robaban. Esos ojos azules y enormes de mi abuela con la desesperanza pintada en sus pupilas, fue lo único físico que recordé de ella hasta que la vida nos volvió a presentar, veintisiete años más tarde.
El teatro, la angustia, la multitud, el miedo, los ojos de mi abuela, aquel olor, el avión, el llanto; todo aquello pasó como pasan las cosas penosas en la vida: en segundos que son eternos aunque fugaces. Finalmente pisamos la tierra prometida y la angustia a lo desconocido se transformó en angustia real por la supervivencia, la conservación de la dignidad y el cubrimiento de las necesidades. Angustia que mi hermano y yo por supuesto, vivimos como espectadores. Lo único que podíamos ser, dadas las circunstancias, a nuestros escasos 7 y 8 años de vida.
El futuro no había comenzado todavía; esa tierra sería solamente nuestro hogar de paso, donde aprenderíamos a vivir en el exilio y tomaríamos las primeras enseñanzas de desprendimiento y manejo de los apegos; enseñanzas en idioma extranjero y en apresuradas y a veces duras y amargas lecciones de vida nueva. La niñez comenzaba a ahuyentarse por la realidad del destierro. Mamá ahora lloraba mucho y tenía que trabajar; mi padre se volvía por ratos una persona desconocida y triste; mi hermano y yo compartíamos una sola habitación y todos, un solo baño. Sentíamos a veces que no cabíamos bien en nuestro propio espacio que era un mudo testigo de los esfuerzos que hacíamos por adaptarnos a esta nueva manera de vivir.
El tiempo transcurría, generoso, apresurando la vida hacia el futuro. Tenía la misma prisa de nosotros por saber dónde terminaría nuestra búsqueda y dónde solventaríamos nuestras necesidades. Y como cómplices desconocidos aparecieron los responsables de nuestro nuevo exilio: colombianos y hospitalarios, nos ofrecieron su patria maravillosa para que mi padre hiciera suya esta tierra que un día, muchos años más tarde, le recibiría en lo más hondo de su amoroso seno.
Lo exótico del cambio nos mantuvo entretenidos y nos permitió a mi hermano y a mi sobrevivir no tan ilesos a la curiosidad que despertaba nuestro origen, nuestro acento y nuestra identidad menguada y desconocida. En muchas ocasiones, nocturnas las más, sentía ese olor a miedo que había aprendido un día, en un teatro lleno de una gente que solía ser mucho más semejante a mí.
No sería justo desconocer la riqueza que aportó a
nuestras vidas la experiencia de
sobrevivir a varias migraciones. La bondad y generosidad de la gente se
pone de manifiesto en una forma que no hubiera podido apreciar en mi propia
patria. La diferencia limita pero abre la perspectiva a una forma más universal
de amar y comprender. Convivir con el temor y la gratitud te hace vulnerable
pero fortalece la voluntad y madura el sentimiento. Así fue transcurriendo
nuestra vida en el exilio: cada vez más amable, menos anónima, más familiar.
Así me hice parte de este país, conviviendo con mis miedos y la energía de su
gente buena.
Pero la memoria es inmortal y traicionera. Cuarenta y siete años después compruebo, rendida a la evidencia, que no he podido espantar del todo aquel olor que reconozco donde lo veo. Porque es un olor con una identidad tan fuerte que tiene forma y peso, color y aroma. Es un olor que se presenta de pronto; cuando pierdo el rumbo, cuando no está claro mi norte, cuando la noche está oscura, cuando la lluvia no me permite caminar por mi camino. Es un olor que de tanto verlo, extraño cuando se aparta. Porque tiene sabor a Cuba y porque tuve que aprender, a fuerza de vivirlo, a compartir mi soledad con él.